Traducción de Carmen Santos
Ilustraciones de Gianni Peg
EDICIONES ALFAGUARA S.A.
Tercera reimpresión 1989
ISBN: 968-6026-09-6
ÍNDICE
Día 20 de febrero
La casa en el desierto
Había una vez un señor muy rico. Más rico que el más rico de los millonarios americanos. Incluso más rico que el Tío Gilito. Superriquísimo. Tenía depósitos enteros llenos de monedas, desde el suelo hasta el techo, del sótano a la buhardilla. Monedas de oro, de plata, de níquel. Monedas de quinientas, de cien, de cincuenta. Liras italianas, francos suizos, esterlinas inglesas, dólares, rublos, zloty, dinares. Quintales y toneladas de monedas de todas clases y de todos los países. De monedas de papel tenía miles de baúles llenos y sellados.
En el desierto no hay piedra para hacer casas, ni ladrillos, argamasa, madera o mármol... No hay nada, sólo arena.
—Mejor —dijo el señor Puk—, me haré la casa con mi dinero. Usaré mis monedas en vez de la piedra, de los ladrillos, de la madera y del mármol.
—Quiero trescientas sesenta y cinco habitaciones —dijo el señor Puk—, una para cada día del año. La casa debe tener doce pisos, uno por cada mes del año. Y quiero cincuenta y dos escaleras, una por cada semana del año. Hay que hacerlo todo con las monedas ¿comprendido?
El arquitecto hizo el diseño. Fueron necesarios tres mil quinientos autovías para transportar todo el dinero necesario en medio del desierto.
Y se empezó. Se abrieron los cimientos y después, en vez de echar el cemento armado, venga de monedas a carretadas, a camiones llenos. Luego las paredes, una moneda sobre otra, una moneda junto a otra. Una moneda, un poco de argamasa, otra moneda. El primer piso todo de monedas italianas de plata de quinientas liras. El segundo piso, todo de dólares y de cuartos de dólar.
Después las puertas. Estas también hechas con monedas pegadas entre sí. Luego las ventanas. Nada de cristales: chelines austriacos y marcos alemanes bien encolados y, por dentro, forradas con billetes de banco turcos y suizos. El tejado, las tejas, la chimenea: todos hechos con monedas contantes y sonantes. Los muebles, las bañeras, los grifos, las alfombras, los peldaños de las escaleras, el enrejado del sótano, el retrete: monedas, monedas, monedas por todas partes, únicamente monedas.
Todas las noches el señor Puk registraba a los albañiles cuando dejaban el trabajo para asegurarse de que no se llevaban algún dinero en el bolsillo o dentro de un zapato. Les hacía sacar la lengua porque también, si se quería, podía esconderse una rupia, una piastra o una peseta debajo de la lengua.
Cuando se terminó la construcción aún quedaban montañas y montañas de monedas. El señor Puk hizo que las llevaran a los sótanos, a las buhardillas, llenó muchas habitaciones, dejando sólo un pasaje estrecho entre uno y otro montón, para pasear y hacer cuentas.
Y luego se fueron todos, el arquitecto, el capataz, los obreros, los camioneros, y el señor Puk se quedó solo en su inmensa casa en medio del desierto, en su gran palacio hecho de dinero, dinero bajo los pies, dinero sobre la cabeza, dinero a diestra y siniestra, delante y detrás, y adonde fuera, a cualquier parte que mirara, no veía más que dinero, dinero, dinero, aunque se pusiera con la cabeza para abajo no veía otra cosa. De las paredes colgaban centenares de cuadros valiosísimos: en realidad no estaban pintados, era dinero colocado en marcos, y hasta los marcos estaban hechos con monedas. Había centenares de estatuas, hechas con monedas de bronce, de cobre, de hierro.
En torno al señor Puk y a su casa estaba el desierto, que se extendía sin fin hacia los cuatro puntos cardinales. A veces llegaba el viento, del Norte o del Sur, y hacía batir las puertas y las ventanas que producían un sonido extraordinario, un tintineo musical, en el que el señor Puk, que tenía un oído finísimo, lograba diferenciar el sonido de las monedas de los diferentes países de la tierra: «Este dinn lo hacen las coronas danesas, este denn los florines holandeses... Y, esta es la voz del Brasil, de Zambia, de Guatemala...»
Cuando el señor Puk subía las escaleras reconocía las monedas que pisaba sin mirarlas, por el tipo de roce que producían sobre la suela de los zapatos (tenía unos pies muy sensibles). Y mientras subía con los ojos cerrados murmuraba: «Rumania, India, Indonesia, Islandia, Ghana, Japón, Sudáfrica...»
Naturalmente dormía en una cama hecha con dinero: marengos de oro para la cabecera y para las sábanas, billetes de cien mil liras cosidos con hilo doble. Como era una persona extraordinariamente limpia, cambiaba de sábanas todos los días. Las sábanas usadas las volvía a guardar en la caja de caudales.
Para dormirse leía los libros de su biblioteca. Los volúmenes se componían de billetes de banco de los cinco continentes, cuidadosamente encuadernados. El señor Puk no se cansaba nunca de hojear esos volúmenes, pues era una persona muy instruida.
Una noche, precisamente cuando hojeaba un volumen del Banco del Estado australiano...
Primer final
Segundo final
Tercer final
El final del autor
Segundo final
Tercer final
El final del autor
El perro que no sabía ladrar
Había una vez un perro que no sabía ladrar. No ladraba, no maullaba, no mugía, no relinchaba, no sabía decir nada. Era un perrillo solitario, a saber cómo había caído en una región sin perros. Por él no se habría dado cuenta de que le faltara algo. Los otros eran los que se lo hacían notar. Le decían:
—Ladran porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a los gatos despectivos, a la luna llena. Ladran cuando están contentos, cuando están nerviosos, cuando están enfadados. Generalmente de día, pero también de noche.
El perro no sabía cómo contestar a estas críticas. No sabía ladrar y no sabía qué hacer para aprender.
—Haz como yo —le dijo una vez un gallito que sentía pena por él. Y lanzó dos o tres sonoros kikirikí.
El perro intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de la boca un desmañanado « keké» que hizo salir huyendo aterrorizadas a las gallinas
—No te preocupes —dijo el gallito—, para ser la primera vez está muy bien. Venga, vuélvelo a intentar.
El perrito volvió a intentarlo una vez, dos, tres. Lo intentaba todos los días. Practicaba a escondidas, desde la mañana hasta por la noche. A veces, para hacerlo con más libertad, se iba al bosque. Una mañana, precisamente cuando estaba en el bosque, consiguió lanzar un kikirikí tan auténtico, tan bonito y tan fuerte, que la zorra lo oyó y se dijo: «Por fín el gallo ha venido a mi encuentro. Correré a darle las gracias por la visita...» E inmediatamente se echó a correr, pero no olvidó llevarse el cuchillo, el tenedor y la servilleta porque para una zorra no hay comida más apetitosa que un buen gallo. Es lógico que le sentara mal ver en vez de un gallo al perro que, tumbado sobre su cola, lanzaba uno detrás de otros aquellos kikirikí.
—Desde luego. Me has hecho creer que había un gallo perdido en el bosque y te has escondido para atraparme. Menos mal que te he visto a tiempo. Pero esto es una caza desleal. Normalmente los perros ladran para avisarme de que llegan los cazadores.
La zorra creía que iba a reventar de la risa. Se revolcaba por el suelo, se apretaba la barriga, se mordía los bigotes y la cola.
Nuestro perrito se sintió tan mortificado que se marchó en silencio, con el hocico bajo y lágrimas en los ojos.
—Si es sólo por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo hago y trata de hacerlo como yo: cucú... cucú... cucú... ¿lo has comprendido?
Ensayó aquel día, ensayó al día siguiente. Al cabo de una semana ya le salía bastante bien. Estaba muy contento y pensaba: «Por fin, por fin empiezo a ladrar de verdad. Ya no podrán volver a tomarme el pelo».
Justamente en aquellos días se levantó la veda. Llegaron al bosque muchos cazadores, también de esos que disparan a todo lo que oyen y ven. Dispararían a un ruiseñor, sí que lo harían. Pasa un cazador de esos, oye salir de un matorral cucú... cucú..., apunta el fusil y —¡bang! ¡bang!— dispara dos tiros.
Por suerte los perdigones no alcanzaron al perro. Sólo le pasaron rozando las orejas, haciendo ziip ziip, como en los tebeos. El perro a todo correr. Pero estaba muy sorprendido: «Ese cazador debe estar loco, disparar hasta a los perros que ladran...»
—Debe habérselo llevado ese perrucho, a saber de dónde habrá salido —refunfuñaba. Y para desahogar su rabia disparó contra un ratoncillo que había sacado la cabeza fuera de su madriguera, pero no le dio.
El perro corría, corría...
- Primer final
-
—La que se me está ocurriendo en este momento. Aprenderé la forma de hablar de todos los animales y haré que me contraten en un circo ecuestre. Tendré un exitazo, me haré rico y me casaré con la hija del rey. Del rey de los perros, se comprende.Era un perro que no sabía ladrar, pero tenía un gran don para las lenguas.
Segundo final-
- El perro corría y corría. Se encontró a un campesino
—¿Dónde vas tan deprisa?
—Ni siquiera yo lo sé.
—Entonces ven a mi casa. Precisamente necesito un perro que me guarde el gallinero.
—Por mí iría, pero se lo advierto: no sé ladrar.
—Mejor. Los perros que ladran hacen huir a los ladrones. En cambio a ti no te oirán, se acercarán y podrás morderles, así tendrán el castigo que se merecen.
—De acuerdo —dijo el perro.
Y así fue cómo el perro que no sabía ladrar encontró un empleo, una cadena y una escudilla de sopa todos los días. - El perro corría y corría. De repente se detuvo. Había oído un sonido extraño. Hacía guau guau. Guau guau.—Esto me suena —pensó el perro—, sin embargo no consigo acordarme de cuál es la clase de animal que lo hace.—¿Será la jirafa? No, debe ser el cocodrilo. El cocodrilo es un animal feroz. Tendré que acercarme con cautela.Deslizándose entre los arbustos el perrito se dirigió hacia la dirección de la que procedía aquel guau guau que, a saber por qué, hacía que le latiera tan fuerte el corazón bajo el pelo.—Guau, guau —dijo en seguida nuestro perrito. Y, conmovido y feliz, pensaba para sus adentros: «Al fin encontré el maestro adecuado.»
- Final del autor Decididamente estoy con el tercer final. Es importante encontrar el maestro adecuado: más importante que convertirse en estrella de circo o tener todos los días la sopa preparada en la escudilla.
-
Tercer final
Pinocho el astuto
Había una vez Pinocho. Pero no el del libro de Pinocho, otro. También era de madera, pero no era lo mismo. No le había hecho Gepeto, se hizo él solo.
También él decía mentiras, como el famoso muñeco, y cada vez que las decía se le alargaba la nariz a ojos vista, pero era otro Pinocho: tanto es así que cuando la nariz le crecía, en vez de asustarse, llorar, pedir ayuda al Hada, etcétera, cogía un cuchillo, o sierra, y se cortaba un buen trozo de nariz. Era de madera ¿no? así que no podía sentir dolor.
Y como decía muchas mentiras y aún más, en poco tiempo se encontró con la casa llena de pedazos de madera.
—Qué bien —dijo—, con toda esta madera vieja me hago muebles, me los hago y ahorro el gasto del carpintero.
Hábil desde luego lo era. Trabajando se hizo la cama, la mesa, el armario, las sillas, los estantes para los libros, un banco. Cuando estaba haciendo un soporte para colocar encima la televisión se quedó sin madera.
—Ya sé —dijo—, tengo que decir una mentira.
Corrió afuera y buscó a su hombre, venía trotando por la acera, un hombrecillo del campo, de esos que siempre llegan con retraso a coger el tren.
—Buenos días. ¿Sabe que tiene usted mucha suerte?
—¿Yo? ¿Por qué?
¡¿Todavía no se ha enterado?! Ha ganado, cien millones a la lotería, lo ha dicho la radio hace cinco minutos.
—¡No es posible!
—¡Cómo que no es posible...! Perdone ¿usted cómo se llama?
—Roberto Bislunghi.
—¿Lo ve? La radio ha dado su nombre, Roberto Bislunghi. ¿Y en qué trabaja?
—Vendo embutidos, cuadernos y bombillas en San Giorgio de Arriba.
—Entonces no cabe duda: es usted el ganador. Cien millones. Le felicito efusivamente...
—Gracias, gracias...
El señor Bislunghi no sabía si creérselo o no creérselo, pero estaba emocionadísimo y tuvo que entrar a un bar a beber un vaso de agua. Sólo después de haber bebido se acordó de que nunca había comprado billetes de lotería, así que tenía que tratarse de una equivocación. Pero ya Pinocho había vuelto a casa contento. La mentira le había alargado la nariz en la medida justa para hacer la última pata del soporte. Serró, clavó, cepilló ¡y terminado! Un soporte así, de comprarlo y pagarlo, habría costado sus buenas veinte mil liras. Un buen ahorro.
Cuando terminó de arreglar la casa, decidió dedicarse al comercio.
—Venderé madera y me haré rico.
Y, en efecto, era tan rápido para decir mentiras que en poco tiempo era dueño de un gran almacén con cien obreros trabajando y doce contables haciendo las cuentas. Se compró cuatro automóviles y dos autovías. Los autovías no le servían para ir de paseo sino para transportar la madera. La enviaba incluso al extranjero, a Francia y a Burlandia.
Y mentira va y mentira viene, la nariz no se cansaba de crecer. Pinocho, cada vez se hacía más rico. En su almacén ya trabajaban tres mil quinientos obreros y cuatrocientos veinte contables haciendo las cuentas.
Pero a fuerza de decir mentiras se le agotaba la fantasía, Para encontrar una nueva tenía que irse por ahí a escuchar las mentiras de los demás y copiarlas: las de los grandes y las de los chicos. Pero eran mentiras de poca monta y sólo hacían crecer la nariz unos cuantos centímetros de cada vez.
Entonces Pinocho se decidió a contratar a un «sugeridor» por un tanto al mes. El «sugeridor» pasaba ocho horas al día en su oficina pensando mentiras y escribiéndolas en hojas que luego entregaba al jefe:
—Diga que usted ha construido la cúpula de San Pedro.
—Diga que la ciudad de Forlimpopoli tiene ruedas y puede pasearse por el campo.
—Diga que ha ido al Polo Norte, ha hecho un agujero y ha salido en el Polo Sur.
El «sugeridor» ganaba bastante dinero, pero por la noche, a fuerza de inventar mentiras, le daba dolor de cabeza.
—Diga que el Monte Blanco es su tío.
—Que los elefantes no duermen ni tumbados ni de pie, sino apoyados sobre la trompa.
—Que el río Po está cansado de lanzarse al Adriático y quiere arrojarse al Océano Indico.
Pinocho, ahora que era rico y super rico, ya no se serraba solo la nariz: se lo hacían dos obreros especializados, con guantes blancos y con una sierra de oro. El patrón pagaba dos veces a estos obreros: una por el trabajo que hacían y otra para que no dijeran nada. De vez en cuando, cuando la jornada había sido especialmente fructífera, también les invitaba a un vaso de agua mineral.
Y como decía muchas mentiras y aún más, en poco tiempo se encontró con la casa llena de pedazos de madera.
—Qué bien —dijo—, con toda esta madera vieja me hago muebles, me los hago y ahorro el gasto del carpintero.
Hábil desde luego lo era. Trabajando se hizo la cama, la mesa, el armario, las sillas, los estantes para los libros, un banco. Cuando estaba haciendo un soporte para colocar encima la televisión se quedó sin madera.
—Ya sé —dijo—, tengo que decir una mentira.
Corrió afuera y buscó a su hombre, venía trotando por la acera, un hombrecillo del campo, de esos que siempre llegan con retraso a coger el tren.
—Buenos días. ¿Sabe que tiene usted mucha suerte?
—¿Yo? ¿Por qué?
¡¿Todavía no se ha enterado?! Ha ganado, cien millones a la lotería, lo ha dicho la radio hace cinco minutos.
—¡No es posible!
—¡Cómo que no es posible...! Perdone ¿usted cómo se llama?
—Roberto Bislunghi.
—¿Lo ve? La radio ha dado su nombre, Roberto Bislunghi. ¿Y en qué trabaja?
—Vendo embutidos, cuadernos y bombillas en San Giorgio de Arriba.
—Entonces no cabe duda: es usted el ganador. Cien millones. Le felicito efusivamente...
—Gracias, gracias...
El señor Bislunghi no sabía si creérselo o no creérselo, pero estaba emocionadísimo y tuvo que entrar a un bar a beber un vaso de agua. Sólo después de haber bebido se acordó de que nunca había comprado billetes de lotería, así que tenía que tratarse de una equivocación. Pero ya Pinocho había vuelto a casa contento. La mentira le había alargado la nariz en la medida justa para hacer la última pata del soporte. Serró, clavó, cepilló ¡y terminado! Un soporte así, de comprarlo y pagarlo, habría costado sus buenas veinte mil liras. Un buen ahorro.
Cuando terminó de arreglar la casa, decidió dedicarse al comercio.
—Venderé madera y me haré rico.
Y, en efecto, era tan rápido para decir mentiras que en poco tiempo era dueño de un gran almacén con cien obreros trabajando y doce contables haciendo las cuentas. Se compró cuatro automóviles y dos autovías. Los autovías no le servían para ir de paseo sino para transportar la madera. La enviaba incluso al extranjero, a Francia y a Burlandia.
Y mentira va y mentira viene, la nariz no se cansaba de crecer. Pinocho, cada vez se hacía más rico. En su almacén ya trabajaban tres mil quinientos obreros y cuatrocientos veinte contables haciendo las cuentas.
Pero a fuerza de decir mentiras se le agotaba la fantasía, Para encontrar una nueva tenía que irse por ahí a escuchar las mentiras de los demás y copiarlas: las de los grandes y las de los chicos. Pero eran mentiras de poca monta y sólo hacían crecer la nariz unos cuantos centímetros de cada vez.
Entonces Pinocho se decidió a contratar a un «sugeridor» por un tanto al mes. El «sugeridor» pasaba ocho horas al día en su oficina pensando mentiras y escribiéndolas en hojas que luego entregaba al jefe:
—Diga que usted ha construido la cúpula de San Pedro.
—Diga que la ciudad de Forlimpopoli tiene ruedas y puede pasearse por el campo.
—Diga que ha ido al Polo Norte, ha hecho un agujero y ha salido en el Polo Sur.
El «sugeridor» ganaba bastante dinero, pero por la noche, a fuerza de inventar mentiras, le daba dolor de cabeza.
—Diga que el Monte Blanco es su tío.
—Que los elefantes no duermen ni tumbados ni de pie, sino apoyados sobre la trompa.
—Que el río Po está cansado de lanzarse al Adriático y quiere arrojarse al Océano Indico.
Pinocho, ahora que era rico y super rico, ya no se serraba solo la nariz: se lo hacían dos obreros especializados, con guantes blancos y con una sierra de oro. El patrón pagaba dos veces a estos obreros: una por el trabajo que hacían y otra para que no dijeran nada. De vez en cuando, cuando la jornada había sido especialmente fructífera, también les invitaba a un vaso de agua mineral.
- Primer final
- Pinocho cada día enriquecía más. Pero no creáis que era avaro. Por ejemplo, al «sugeridor» le hacía algunos regalitos: una pastilla de menta, una barrita de regaliz, un sello del Senegal...En el pueblo se sentían muy orgullosos de él. Querían hacerle alcalde a toda costa, pero Pinocho no aceptó porque no le apetecía asumir una responsabilidad tan grande.—Lo haré, lo haré lo mismo. Regalaré un hospicio a condición de que lleve mi nombre. Regalaré un banquito para los jardines públicos, para que puedan sentarse los trabajadores viejos cuando están cansados.
Estaban tan contentos que decidieron hacerle un monumento. Y se lo hicieron, de mármol, en la plaza mayor. Representaba a un Pinocho de tres metros de alto dando una moneda a un huerfanito de noventa y cinco centímetros de altura. La banda tocaba. Incluso hubo fuegos artificiales. Fue una fiesta memorable. - Segundo final
- Pinocho se enriquecía más cada día, y cuanto más se enriquecía más avaro se hacía. El «sugeridor», que se cansaba inventando nuevas mentiras, hacía algún tiempo que le pedía un aumento de sueldo. Pero él siempre encontraba una excusa para negárselo:—Usted en seguida habla de aumentos, claro. Pero ayer me ha colado una mentira de tres al cuarto; la nariz sólo se me ha alargado doce milímetros. Y doce milímetros de madera no dan ni para un mondadientes.La cosa terminó en que el «sugeridor» empezó a odiar a su patrón. Y con el odio nació en él un deseo de venganza.—Vas a saber quién soy —farfullaba entre dientes, mientras garabateaba de mala gana las cuartillas cotidianas.Y así fue como, casi sin darse cuenta, escribió en una de esas hojas: «EI autor de las aventuras de Pinocho es Carlo Collodi».La cuartilla terminó entre las de las mentiras. Pinocho, que en su vida había leído un libro, pensó que era una mentira más y la registró en la cabeza para soltársela al primero que llegara.Así fue como por primera vez en su vida, y por pura ignorancia, dijo la verdad. Y nada más decirla, toda la leña producida por sus mentiras se convirtió en polvo y serrín y todas sus riquezas se volatizaron como si se las hubiera llevado el viento, y Pinocho se encontró pobre, en su vieja casa sin muebles, sin ni siquiera un pañuelo para enjugarse las lágrimas.
- Tercer final
- Pinocho se enriquecía más cada día y sin duda se habría convertido en el hombre más rico del mundo si no hubiera sido porque cayó por allí un hombrecillo que se las sabía todas; no sólo eso, se las sabía todas y sabía que todas las riquezas de Pinocho se habrían desvanecido como el humo el día en que se viera obligado a decir la verdad.—Señor Pinocho, esto y lo otro: ponga cuidado en no decir nunca la más mínima verdad, ni por equivocación, si no se acabó lo que se daba. ¿Comprendido? Bien, bien. A propósito, ¿es suyo aquel chalet?Con ese sistema el hombrecillo se quedó los automóviles, los autovías, el televisor, la sierra de oro. Pinocho estaba cada vez más rabioso pero antes se habría dejado cortar la lengua que decir la verdad.
Y en ese momento toda la madera de Pinocho se convirtió en serrín, sus riquezas se transformaron en polvo, llegó un vendaval que se llevó todo, incluso al hombrecillo misterioso, y Pinocho se quedó solo y pobre, sin ni siquiera un caramelo para la tos que llevarse a la boca. - El final del autor
- El primer final está equivocado porque no es justo que Pinocho el astuto, después de todos esos embustes, sea festejado como un benefactor. Dudo entre el segundo y el tercero. El segundo es más gracioso, el tercero más mal intencionado.
Día 7 de noviembre
Andando y andando encontró a una viejecita.—Buen soldadito, ¿me das una moneda?—Abuelita, si tuviese, te daría dos, incluso una docena. Pero no tengo.—¿Estás seguro?—He rebuscado en los bolsillos durante toda la mañana y no he encontrado nada.—Mira otra vez, mira bien.—¿En los bolsillos? Miraré para darte gusto. Pero estoy seguro de que... ¡Vaya! ¿Qué es esto?—Una moneda. ¿Has visto cómo tenías?—Te juro que no lo sabía. ¡Qué maravilla!Toma, te la doy de buena gana porque debes necesitarla más que yo.—Gracias, soldadito —dijo la viejecita—, y yo te daré algo a cambio.—¿En serio? Pero no quiero nada.—Sí, quiero darte un pequeño encantamiento.Será éste: siempre que tu tambor redoble todos tendrán que bailar.—Gracias, abuelita. Es un encantamiento verdaderamente maravilloso.—Espera, no he terminado: todos bailarán y no podrán pararse si tú no dejas de tocar.—¡Magnífico! Aún no sé lo que haré con este encantamiento pero me parece que me será útil.—Te será utilísimo.—Adiós, soldadito.—Adiós, abuelita.Y el soldadito reemprendió el camino para regresar a casa. Andando y andando... De repente salieron tres bandidos del bosque.—¡La bolsa o la vida!—¡Por amor de Dios! ¡Adelante! Cojan la bolsa. Pero les advierto que está vacía.—¡Manos arriba o eres hombre muerto!—Obedezco, obedezco, señores bandidos.—¿Dónde tienes el dinero?—Lo que es por mí, lo tendría hasta en el sombrero.Los bandidos miran en el sombrero: no hay nada.—Por mí lo tendría hasta en la oreja.Miran en la oreja: nada de nada.—Os digo que lo tendría incluso en la punta de la nariz, si tuviera.Los bandidos miran, buscan, hurgan. Naturalmente no encuentran ni siquiera una perra chica.—Eres un desarrapado —dice el jefe de los bandidos—. Paciencia. Nos llevaremos el tambor para tocar un poco.—Cogedlo —suspira el soldadito—; siento separarme de él porque me ha hecho compañía durante muchos años. Pero si realmente lo queréis...—Lo queremos.—¿Me dejaréis tocar un poquito antes de llevároslo? Así os enseño cómo se hace ¿eh?—Pues claro, toca un poco.—Eso, eso —dijo el tamborilero—, yo toco y vosotros (barabán, barabán, barabán) ¡y vosotros bailáis!Y había que verles bailar a esos tres tipejos. Parecían tres osos de feria.Al principio se divertían, reían y bromeaban.—¡Ánimo, tamborilero! ¡Dale al vals!—¡Ahora la polka, tamborilero!—¡Adelante con la mazurka!Al cabo de un rato empiezan a resoplar. Intentan pararse y no lo consiguen. Están cansados, sofocados, les da vueltas la cabeza, pero el encantamiento del tambor les obliga a bailar, bailar, bailar...—¡Socorro!—¡Bailad!—¡Piedad!—¡Bailad!—¡Misericordia!—¡Bailad, bailad!—¡Basta, basta!—¿Puedo quedarme el tambor?—Quédatelo... No queremos saber nada de brujerías...—¿Me dejaréis en paz?—Todo lo que quieras, basta con que dejes de tocar.Pero el tamborilero, prudentemente, sólo paró cuando les vió derrumbarse en el suelo sin fuerzas y sin aliento.—¡Eso es, así no podréis perseguirme!Y él, a escape. De vez en cuando, por precaución, daba algún golpecillo al tambor. Y enseguida se ponían a bailar las liebres en sus madrigueras, las ardillas sobre las ramas, las lechuzas en los nidos, obligadas a despertarse en pleno día...Y siempre adelante, el buen tamborilero caminaba y corría, para llegar a su casa...
-
El tamborilero mágico
Andando y andando el tamborilero empieza a pensar: «Este hechizo hará mi
fortuna. En el fondo he sido estúpido con aquellos bandidos. Podía haber hecho
que me entregaran su dinero. Casi casi, vuelvo a buscarles...»
Y ya daba la vuelta para volver sobre sus pasos cuando vio aparecer una
diligencia al final del sendero.
—He ahí algo que me viene bien.
Los caballos, al trotar, hacían tintinear los cascabeles. El cochero, en el
pescante, silbaba alegremente una canción. Junto a él iba sentado un policía
armado.
—Salud, tamborilero, ¿quieres subir?
—No, estoy bien aquí.
—Entonces apártate del camino porque tenemos que pasar.
—Un momento. Echad primero, un bailecito.
Barabán, barabán... El tambor empieza a redoblar. Los caballos se ponen a
bailar. El cochero, se tira de un salto y se lanza a menear las piernas. Baila
el policía, dejando caer el fusil. Bailan los pasajeros.
Hay que aclarar que aquella diligencia transportaba el oro de un banco. Tres
cajas repletas de oro. Serían unos trescientos kilos. El tamborilero, mientras
seguía tocando el tambor con una mano, con la otra hace caer las cajas en el
sendero y las empuja tras un arbusto con los pies.
—¡Bailad! ¡Bailad!
—¡Basta ya! ¡No podemos más!
—Entonces marchaos a toda velocidad, y sin mirar hacia atrás...
La diligencia vuelve a ponerse en camino sin su preciosa carga. Y hete aquí al
tamborilero millonario... Ahora puede construirse un chalet, vivir de las
rentas, casarse con la hija de un comendador. Y cuando necesite dinero, no tiene
que ir al banco: le basta su tambor.
Andando y andando, el tamborilero ve a un cazador a punto de disparar a un
tordo. Barabán, barabán... el cazador deja caer la carabina y empieza a
bailar. El tordo escapa.
—¡Desgraciado! ¡Me las pagarás!
—Mientras tanto, baila. Y si quieres hacerme caso, no vuelvas a disparar a los
pajaritos.
Andando y andando, ve a un campesino que golpea a su burro.
—¡Baila!
—¡Socorro!
—¡Baila! Solamente dejaré de tocar si me juras que nunca volverás a pegar a tu
burro.
—¡Lo juro!
Andando y andando, el generoso soldadito echa mano de su tambor siempre que se
trata de impedir un acto de prepotencia, una injusticia, un abuso. Y encuentra
tantas arbitrariedades que nunca consigue llegar a casa. Pero de todas formas
está contento y piensa: «Mi casa estará donde pueda hacer el bien con mi
tambor».
Andando y andando... Mientras anda, el tamborilero piensa: extraño encantamiento
y extraño tambor. Me gustaría mucho, saber cómo funciona el encantamiento.
Mira los palillos, los vuelve por todos lados: parecen dos palitos de madera
normales.
—¡A lo mejor el secreto está dentro, bajo la piel del tambor!
El soldadito hace un agujerito en la piel con el cuchillo.
—Echaré un vistazo —dice.
Dentro no hay nada de nada.
—Paciencia, me conformaré con el tambor como es.
Y reemprende su camino, batiendo alegremente los palillos. Pero ahora ya no
bailan al son del tambor las liebres, las ardillas ni los pájaros en las ramas.
Las lechuzas no se despiertan.
—Barabán, barabán...
El sonido parece el mismo, pero el hechizo ya no funciona.
¿Vais a creerlo? El tamborilero está más contento así.
El primer final no me gusta: ¿Cómo un tamborilero alegre y generoso se va a convertir de repente en un salteador de caminos?
El tercer final no me va: me parece una maldad poner fin a la magia para castigar una pequeña, inocente curiosidad. La curiosidad no es un defecto. Si los científicos no fueran curiosos, nunca descubrirían nada nuevo.
Estoy por el segundo.